lunes, enero 28, 2013

El perfecto Mozart



De vez en cuando surgen ideas que luego se convierten en modas. Ideas supuestamente basadas en hechos científicos; revolucionarias y encantadoras para personas que buscan soluciones fáciles y no precisamente baratas. Son las versiones sofisticadas de los quitamanchas mágicos o los milagrosos marcadores de abdominales que se anuncian cada madrugada por TV.
A esta categoría pertenece el mito llamado efecto Mozart.
Durante buena parte de la década de los ’90 se propagó el virus en forma de mantra New Age: escuchando Mozart los niños se hacen más inteligentes. Nunca hubo elementos científicos que respaldaran esta creencia: lo más cercano que se tuvo fue un estudio publicado en la revista Nature en 1993, que afirmaba que escuchar una sonata del vienés redundaba en mejor rendimiento académico entre alumnos universitarios. Esto suena a una verdad de Perogrullo: que uno mejore su ánimo escuchando a Mozart no parece requerir de estudios avanzados en neurología, sino más bien de una razonable de sentido común… Pero hasta la fecha sigo escuchando con relativa frecuencia gente que argumenta el "poder curativo" de la música de Mozart.
El caso es que bastó ese artículo en Nature (ojo: basado en un estudio realizado entre universitarios, ¡no bebés!) para que una legión de madres, mercadólogos, pediatras, psiquiatras infantiles y etcéteras se lanzaran a la compra, grabación y recomendación de discos de Mozart. “¡Es increíble el efecto que la música tuvo en mi bebé: de pronto empezó a calmarse y adormecerse!”… Testimoniales como ése abundan en las páginas web destinadas a difundir el “milagroso” efecto de las notas mozartianas. Aquí un ejemplo de ellas.
No hay un solo estudio serio que haya explorado el efecto Mozart en niños nonatos, recién nacidos o muy pequeños. Ni uno solo. De hecho, y para zanjar pronto la cuestión, hace pocos años la Universidad de Viena dio a conocer una investigación llevada a cabo entre 300 individuos de diversas edades. ¿El resultado? “Recomiendo a todo el mundo que escuche música de Mozart; pero la expectativa de que con ello van a mejorar sus capacidades cognitivas no se va a cumplir”, señaló el investigador Jakob Pietsching, del Instituto de Investigación Básica en Psicología de la universidad. ¿Conclusión? Escuchar Mozart es una experiencia religiosa, pero no hace el milagro de desarrollar la inteligencia.
Sandra Aamodt y Sam Wang abordaron también la cuestión en su libro Entra en tu cerebro (Ediciones B, 2008). Concluyeron que ni la música de Mozart (ni la de ningún otro compositor de su talante) desarrolla la inteligencia de los niños; lo que sí lo logra es que esos niños produzcan música, es decir, que toquen algún instrumento desde temprana edad, lo cual redunda en innegables beneficios cognitivos, pero muy lejos de los efectos curativos que algunos propagan.
¿Por qué necesitamos creer en mentiras bienintencionadas como ésta? Mi teoría es que cuando no entendemos algo preferimos una explicación fácil (aunque sea falsa e incluso ridícula) a una complicada pero verdadera. 

Sería maravilloso aumentar varios puntos de nuestro coeficiente intelectual sólo conectándonos al iPod pero por fortuna nuestro cerebro es demasiado inteligente (o por lo menos suficientemente complejo) como para eludir remedios milagrosos ya sea para bajar de peso o aprobar un examen en la universidad. Ciertamente hay formas de desarrollar nuestra inteligencia, pero ninguna de ellas favorece la pereza intelectual que supone echarse a hacer la meme… aunque sea escuchando a Mozart como música de fondo. 

lunes, enero 21, 2013

¿Todos somos Armstrong?

¿Qué se necesita para ganar siete Tours de France? Según Lance Armstrong: sangre, sudor, lágrimas... e inyecciones de EPO y testosterona.

Nunca he entendido la fascinación que despierta el deporte. O, mejor dicho, pienso que el deporte me gusta por las razones "equivocadas". Me explico: el deporte me atrae por su dimensión lúdica y social. Lo disfruto porque me divierte y, sobre todo, porque me permite divertirme con personas que me caen bien. Salvo ocasiones excepcionales, no veo deportes por TV... a menos que el acontecimiento ofrezca la oportunidad de pasar un rato con familiares o amigos, bebiendo, comiendo, y viendo el partido de fútbol en cuestión. Tampoco practico algún deporte con asiduidad, salvo cuando se presenta la ocasión de jugar con compañeros o amigos... Y entonces el deporte en cuestión se convierte más bien en un pretexto para socializar, para convivir. Parafraseando a Terry Pratchett: lo que me importa del deporte, lo que  verdaderamente me importa del deporte, es que no sólo se trata de deporte. 

Entiendo que esto no ocurre con todos los "amantes" de algún deporte. Recuerdo que alguno de mis amigos de la infancia gustaba portar una playera en la que se leía la frase: "Second place is the first loser" (El segundo lugar es el primer perdedor). Y desde luego no fui inmune a los profesores, entrenadores y personas adultas que me lavaron durante años el cerebro insistiendo en que el deporte "forja el carácter". Pasé muchas horas de mi infancia y adolescencia practicando deportes a nivel organizado y masticando aquel credo que reza que lo natural en el ser humano es ganar (o al menos querer hacerlo), que lo normal es la ambición de ser el mejor y que el espíritu de competencia se explica científicamente si revisamos la teoría de la evolución de Darwin (sobre todo esas líneas que se refieren a la supervivencia del más apto). Durante ese lapso de mi vida fui razonablemente competitivo en los deportes que practiqué, pero bastante infeliz porque nunca asimilé bien las derrotas. Y menos asimilaba la explicación de los adultos "maduros" que me decían que si perdía era porque no me esforzaba lo suficiente para ganar. 

He pensado todo esto a raíz de las recientes declaraciones de Lance Armstrong a Oprah Winfrey. Ya saben: su confesión de haberse dopado para lograr el impresionante récord de siete Tours de Francia ganados al hilo después de haber vencido un cáncer testicular. Lo que más me impresiona es la cara dura de este señor. Viene a confesar no de motu proprio, sino después de casi tres lustros de un negocio muy lucrativo en el que se convirtió él mismo y todo lo que tocaba (¿cómo olvidar esas pulseritas amarillas que tan populares hizo a mediados de la década pasada... a precio de dólar por pieza?). Confesó muchas decenas de millones de dólares después de sus trampas, hasta que la USADA (agencia estadounidense antidopaje) le evidenciara a fines del año pasado; después de que algunos de sus principales patrocinadores le retiraran apoyo y después de que el escándalo adquiriera las dimensiones suficientes como para terminar con él en la cárcel. Después de todo eso se toma varios meses para calcular su confesión y cuando aparece a cuadro en cadena nacional se asume como víctima: "Antes del cáncer yo era de otra manera, pero luché tanto que lo trasladé al ciclismo y fue un error". ¿Cómo? ¿No fui yo, fue el cáncer? ¿Luché tanto contra el cáncer que me acostumbré a luchar y ganar a como diera lugar? ¿Y en qué parte del proceso un luchador contra el cáncer se convierte en un tramposo?

Igual o más desconcertante fue su respuesta cuando Oprah le preguntó si consideraba que había hecho trampa. "En ese momento no. Era como jugar en igualdad de condiciones". Si todos lo hacían, yo también. Y si todos hacen trampa, deja de ser trampa, ¿no? Y entonces lo iba a hacer en grande. Sobre su sistema de dopaje, que incluía la complicidad de varios médicos y compañeros de equipo, dijo: "Fue definitivamente profesional y fue definitivamente inteligente, si lo puedes llamar así". 

Todo porque, en sus palabras: "Se trataba de ganar a cualquier precio". Y hasta aquí llegan mis entendederas, porque --precisamente-- no entiendo esa filosofía de ganar a cualquier precio. Desde mi punto de vista, si es verdad que el deporte forja el carácter, es porque nos permite entender que el objetivo de la competencia no es ganar. Es convivir; es aprender; es divertirse. Es también emplearse a fondo para encontrar lo mejor de uno mismo, muchas veces a través de y con los demás. Llegados a este punto, ganar es intrascendente. Asumir la práctica deportiva con un único objetivo (ganar, ganar, ganar) es demasiado limitado y me atrevería a decir que poco digno de la condición humana. Un estudio reciente, publicado el año pasado por la revista Science, pondera el valor de la cooperación en la evolución humana y señala que si hemos llegado a ser lo que somos no ha sido únicamente por nuestra vocación de "ganar a costa de lo que sea" sino también y sobre todo por el aprendizaje de que juntos hacemos más y somos mejores. 

¿Son los atletas profesionales los modelos a seguir que muchos quisiéramos que fueran? Si pensamos en Lance Armstrong la respuesta es posiblemente "no". ¿Pero qué tal Iván Fernández? A fines del año pasado, durante una competencia en Navarra, este joven corredor le indicó el camino de la meta a su principal rival, un keniano que terminó ganando la carrera. Su entrenador declaró al final: "Fue un gesto de los que ya no se hacen. Mejor dicho, un gesto de los que nunca se han hecho. Un gesto que yo mismo no habría tenido. Yo sí que me habría aprovechado para ganar". 

Armstrong y Fernández son dos caras de la misma moneda: un atleta que inicia su competencia pensando en dar lo mejor de sí. Uno, aparte de su preparación física híper exigente, también se ha preocupado por desarrollar su sentido ético; el otro lo considera irrelevante, quizá incluso un estorbo. Y eso hace toda la diferencia. 

lunes, enero 14, 2013

¿Privacidad en Facebook?

Probablemente en días recientes vieron en su muro de Facebook el siguiente aviso publicado por algún conocido:
Mi primera reacción cuando vi este mensaje (publicado por una persona a quien estimo mucho) fue hacerle caso y seguir las instrucciones que nos daba para proteger su privacidad. "Qué importante cosa, la privacidad. Zuckerberg y sus secuaces no me quitarán el derecho de proteger a mis amigos ni de seguir viendo sus fotos personales y de su familia... Si algún extraño puede ver lo que ella publica sin su consentimiento, ¡eso me puede pasar también a mí! ¡El horror!" Y desde luego procedí a revisar mis filtros de seguridad en la configuración de mi cuenta. Un par de días más tarde leí esta nota de BBC Mundo en la que se aclara el engaño del mensaje mencionado y respiré tranquilo. Pero al ver el aviso repetido por varias otras personas (y reconocer mi paranoia) caí en cuenta de que la privacidad en redes sociales es un asunto de importancia apremiante. Mi siguiente pregunta fue: ¿por qué? Si se supone que uno publica lo que quiere y ante quien quiere, ¿cuál es el problema?

Esto me recordó los tiempos en los que tenía protegida mi cuenta en Twitter (no hace mucho, de hecho). Decidí quitar el candado cuando un compañero de trabajo (@napo_coco) me hizo notar que entrar a redes sociales con esa obsesión por sentirse seguro era tan absurdo como intentar besar a una mujer con una escafandra puesta. Más o menos el mismo sentido tienen las palabras de Gabriela Warkentin (@warkentin) cuando publicó también en Twitter que esa red social no está hecha para gente que no está dispuesta a arriesgarse: si no te gusta el fuego, no te acerques al fogón, publicó la profesora de la UIA. 

La obsesión de algunos por la privacidad en redes sociales me parece incongruente. Nadie que haya tenido o tenga Facebook y/o Twitter puede negar el hecho de que estas redes sociales funcionan mejor (y acaso sólo funcionan del todo) cuando se está dispuesto a compartir. Si así ocurre en el resto de nuestras relaciones interpersonales no debería ser diferente con nuestras relaciones on-line: la experiencia es muy limitada (y no pocas veces frustrante) cuando llegamos a alguna reunión sólo a ver y haciendo todo lo posible por evitar que otros nos vean. Otra compañera de trabajo (@marumag) comentó al respecto en FB: "Es un poco absurdo pedir privacidad cuando posteas lo que comes, lo que haces, lo que ves, dónde estás, con quién, qué harás, etc... No tiene mucho sentido".

La regla pareciera ser de elemental sentido común: si no quieres que los demás se enteren, no lo publiques. De nada sirven candados y filtros de seguridad si al final alguien puede reconocerte en esas fotos y hacerlas circular sin que necesariamente te enteres de ello. La única forma de no correr riesgos es no entrando al juego. Y desde luego ésa es una opción tan viable como respetable. Insisto: así hacemos con el resto de nuestras interacciones fuera de internet, ¿por qué habría de ser distinto on-line? Si tanto dentro como fuera de Facebook y Twitter nosostros seguimos siendo nosotros y los demás siguen siendo los demás... ¿Qué cambia? Nada. Antes y después de Facebook, lo verdaderamente íntimo, privado, personal, se queda en uno mismo o en personas muy allegadas a nosotros... Para todo lo demás resulta absurdo atestar nuestros perfiles con candados, listas de amigos, mejores amigos, no-tan-buenos-amigos, compañeros de trabajo, personas bloqueadas, enemigos potenciales, envidiosos actuales, admiradores secretos y ese baturrillo de etiquetas con las que de pronto nos da por sentirnos seguros mientras estamos en línea.   

Lo resumió hace unos días Gerardo Esquivel, economista del COLMEX, en su cuenta de Twitter, me imagino que respondiendo a este súbito furor por la privacidad en Facebook:
 
Contrario a lo que algunos corifeos pregonan insensatamente, abrir cuenta en Facebook, Twitter, o cualquier otra red social no es una obligación ni social, ni profesional, ni mucho menos moral o ética. Uno no "tiene que" estar en Facebook para comunicarse mejor con alguien o para enterarse más eficazmente de algo. Según dice John Carlin, entramos a redes sociales para satisfacer necesidades exhibicionistas y/o narcisistas que, por otro lado, son de lo más normales, de lo más humanas (y con las que nuestra especie lleva lidiando mucho más tiempo del que tienen y tendrán Facebook o Twitter en nuestras vidas). Y ya metidos en ello, si nos incomoda lo que vemos de otros o lo que otros ven de nosotros, tenemos la libertad de cancelar esas cuentas en el momento que deseemos. Entonces, ¿cuál es el problema?... Exacto: no hay problema. 

lunes, enero 07, 2013

MOOCs: ¿El futuro de la educación?


El profesor Charles Negy tuvo a 428 alumnos en su clase de Psicología en la Universidad Central de Florida el pasado 6 de septiembre de 2012. (Foto: Ricardo Ramírez para el Orlando Sentinel)
El año pasado se dijo que era el de los MOOCs, pero en realidad su consolidación, si llega a darse, ocurrirá en el próximo par de años. Como sucede siempre con alguna novedad, ésta no se encuentra exenta de simpatizantes y detractores: los primeros afirman chistar que éste es el futuro de la educación, ponderando el carácter masivo de la oferta educativa de algunas de las mejores universidades del mundo. Los segundos airean sus dudas respecto a la calidad de aprendizaje que pueda lograrse en aulas virtuales a las que asisten al mismo tiempo decenas de miles de alumnos. Pero vamos por partes: ¿qué son los MOOCs?
MOOC son las siglas de “Massive Open Online Course”, que literalmente se traduce al español como “Curso masivo abierto en línea”. Su antecedente más inmediato se encuentra en 2002, cuando el MIT inició su programa OpenCourseWare (OCW), que aún funciona y ofrece en línea y de manera gratuita material de varios de sus cursos. La mayoría son archivos de texto (notas del profesor para sus clases presenciales) y videos (del profesor en clase). Varias universidades siguieron el modelo, pero no ofrecían continuidad a los cursos, ni los acreditaban. Hasta ahora.
La diferencia de los MOOCs respecto a los cursos en línea del modelo OCW es que en los MOOCs debes registrarte como alumno y comprometerte a hacer las lecturas y tareas que el profesor asigne, mientras que en un curso en línea “normal” puedes hacer uso del material que la universidad te ofrece, pero no recibes seguimiento ni retroalimentación de alumnos o profesores que tomen el curso (mismo que inicias y terminas cuando quieres, sin ceñirte a un calendario preestablecido). El material sigue siendo básicamente el mismo (presentaciones PowerPoint, videos, lecturas en PDF) pero los MOOCs ofrecen seguimiento a los alumnos y, en algunos casos, certificados que acreditan la validez del curso.
Entre las ventajas encontramos, primero, que son gratis. Esta es una distinción importante porque en ella radica su carácter masivo. A diferencia de otros cursos (incluidas licenciaturas o posgrados) que se imparten en línea, los MOOCs son 100% gratuitos. Otra indiscutible ventaja es la variedad: puedes enrolarte en un curso que aborde la figura del héroe en la Antigua Grecia impartido por Gregory Nagy de la Universidad de Harvard o en otro de teoría de juegos encabezado por Matthew O. Jackson de Stanford. En total hay varias centenas de cursos que incluyen prácticamente cualquier rama del conocimiento humano. ¿Otra ventaja? La flexibilidad de tiempos: las tareas se asignan semanalmente y no tienes que realizarla en algún día u hora específica: tú decides en qué momento te conectas para ver el video o hacer el ejercicio que te pidió el profesor. Finalmente, la tendencia es que estos cursos tengan validez oficial por parte de las universidades que los imparten. Esto representará una gran ventaja profesional al poder añadir a tu CV los certificados de los MOOCs que hayas acreditado, complementando de manera muy valiosa tu formación “tradicional”.    
Entre las desventajas encontramos que, al menos para el público iberoamericano, la oferta es muy limitada. La inmensa mayoría de los MOOCs se ofrecen en inglés. En España, la muy prestigiada Universidad de Nacional de Educación a Distancia (UNED) tiene apenas dos cursos abiertos y el esfuerzo que hace la red UnX ha crecido muy lentamente. En México y América Latina aún no conocemos esfuerzos significativos en esta dirección. Otra desventaja es (aunque resulte paradójico) el carácter masivo de los cursos. A diferencia de lo que ocurre en las clases tradicionales, en los MOOCs difícilmente conocerás al profesor que imparte la materia. Los cursos están diseñados para que se inscriban todos los alumnos que lo deseen, así que en tu clase encontrarás decenas de miles de alumnos, de tal suerte que el trabajo de día a día está asignado a un software que revisa tareas o en el peer-learning que consiste en aprender con y de tus compañeros (que pueden encontrarse en cualquier parte del mundo). En los MOOCs la figura del profesor es prácticamente simbólica (él diseñó el curso, pero –salvo en casos excepcionales– no lo imparte).   
Independientemente de si los MOOCs logran dar el estirón o quedan en simple llamarada de petate, hay varias preguntas que esta “revolución” ya ha puesto sobre la mesa: ¿Son los MOOCs una tendencia que permeará todo el modelo educativo o sólo el que se imparte on-line? ¿Cuál será en el futuro el valor de un título universitario? ¿De qué manera se distinguirá la calidad de la educación presencial respecto a la que se ofrezca en línea? ¿Cómo cambiarán las nuevas tecnologías las formas de operar de las escuelas y universidades? ¿Cuál será el papel del profesor en esta dinámica?
Personalmente pienso que en los próximos años nos moveremos hacia un modelo híbrido, en el que los cursos en línea complementarán al sistema tradicional (sobre todo si no se tiene el tiempo o el dinero para tomar presencialmente los cursos que se ofrecen en línea), y con el modelo de clases presenciales obligado a renovarse para ofrecer una educación auténticamente integral.   
Si te interesa la posibilidad de tomar uno de estos cursos o simplemente explorar de qué se tratan, te recomiendo empezar por las siguientes ligas:
Coursera.org Es la más popular. Se trata de una compañía fundada por dos profesores de Stanford. Su modelo es firmar convenios con universidades que permitan ofrecer sus cursos en línea. Ya hay 33 universidades asociadas, incluidas Columbia y Princeton en Estados Unidos, Edimburgo en Reino Unido y la UBC en Canadá. Cuenta actualmente con 211 cursos. 
Edx.org Es un proyecto sin fines de lucro en el que colaboran el MIT, Harvard y Berkeley, entre otras. Iniciaron en el otoño de 2012 con 23 cursos.
Udacity.com Inició en febrero de 2012 con 19 cursos. Apuesta por acuerdos directos con profesores en vez de tratar con universidades. Se concentra en ciencias de la computación y áreas afines.
OpenCulture.com No se concentra en MOOCs, sino en recursos culturales gratuitos. Ofrece, sin embargo, una lista bastante completa de MOOCs ordenados por fecha de inicio. 
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Para saber más... Aquí puedes ver a Peter Norvig, profesor de la Universidad de Stanford y uno de los pioneros de Coursera, relatando la experiencia de tener a más de 100 mil alumnos en su MOOC Introducción a la Inteligencia Artificial en 2011. Y este reportaje del New York Times ilustra sobre el modelo de negocio que siguen las empresas proveedoras de MOOCs.