lunes, mayo 27, 2013

Auschwitz en Santa Fe


(Primera de dos partes)
Dice Michela Marzano en su estupendo libro Programados para triunfar (Tusquets, 2011) que en latín el verbo tripaliare, del que proviene la palabra “trabajo”, significa “torturar”. Nadie trabaja para sufrir (al menos conscientemente), y sin embargo para la mucha gente el trabajo es un suplicio del que se escapa sólo momentáneamente los fines de semana y durante las vacaciones. Algo nos ha salido muy mal como especie cuando el trabajo, que según Engels propició nuestra evolución del mono al hombre, se ha convertido en una actividad enajenante que muy pocos disfrutan.
Sobre esta idea gira Miedo absoluto, libro escrito por José Luis Trueba Lara y editado por Taurus que terminé de leer recientemente. Me pareció un texto desasosegante, casi diría perturbador. El subtítulo es más que elocuente: “La oficina como campo de concentración y la empresa como forma de exterminio”. En términos generales describe cómo los jóvenes son preparados para formar parte de un sistema que aniquila su voluntad, adormece su ética y los convierte en engranes de una maquinaria muy eficaz cuyo único objetivo es la productividad de la empresa en cuestión.
Habla de un mundo de pesadilla pero que para muchos es una realidad cotidiana: contratantes que hacen estudios socioeconómicos a sus posibles empleados, espacios de trabajo donde se prohíben objetos personales a la vista,  ambientes en los que la intimidación e incluso la humillación por parte de los jefes es moneda corriente… Debo confesar que a mí al principio todo me sonaba exagerado, pero un par de amigos que trabajan en grandes corporativos (uno nacional, otro extranjero) me confirmaron esas aberraciones. “En las corporaciones muy pronto te das cuenta de que nadie es tu amigo. Cada quien trabaja para sí mismo”, me dijo una amiga que trabaja para una trasnacional. Otro amigo me relató cómo se realizó un estudio socioeconómico a su familia cuando su hermano inició el proceso de selección en la gigantesca firma mexicana para la que hoy trabaja. Trueba Lara no exagera. Y lo que dice en Miedo absoluto está bien documentado: prueba de ello son las 14 páginas de bibliografía que avalan su publicación.
Es cierto que el símil que hace entre los campos de concentración y las oficinas contemporáneas puede resultar excesivo, forzado. No acabo de cuadrar que, como propone, la empresa sea una forma de exterminio. Me explico: No puede dudarse de que en los campos de concentración había una voluntad consciente de aniquilar una parte de la especie humana que el nacionalsocialismo consideraba no sólo incómoda sino inferior y prescindible (no del todo humana, de hecho). Esto no ocurre en las empresas, cuyo interés no es el exterminio de sectores sociales o grupos étnicos "indeseables" sino la perpetuación de un sistema basado en el lucro que a su vez encuentra asideros en la que el autor llama “sabiduría de quincalla” y en un adormecimiento ético cada vez más pronunciado. De ahí a que en los grandes corporativos del mundo se busque el exterminio me parece que hay mucha distancia.
Al respecto, Trueba Lara me comentó vía mail: “Comparar a los campos de exterminio con las empresas puede parecer excesivo, forzado, como tú me lo dices; sin embargo, creo que es necesario tomar esta comparación con cierta calma: el origen de esta idea es simple, “sólo sobreviven los peores”, dice Primo Levi (cito de memoria), y esa idea fue la que normó mi camino: en el campo de exterminio y en las empresas que estudié, sólo sobrevivieron los peores. Además, ambos comparten la idea de la vigilancia, las metas inalcanzables, el sacrificio que busca calmar a los dioses iracundos, el sin sentido de la actividad y, sobre todo, la necesidad de deshumanizar a sus pobladores para lograr sus fines: la producción y el exterminio en un caso, la riqueza y el exterminio moral en el otro.”
Es imposible obviar la pertinencia de un libro como Miedo absoluto, en el que se presentan argumentos suficientes para generar un necesario debate social y sobre todo una indispensable reflexión personal en torno al sentido que le damos a nuestro trabajo. Sin importar nuestra edad o entorno socioeconómico, todos trabajamos o queremos trabajar. Y sin embargo soslayamos peligrosamente una cuestión fundamental al respecto: por qué y para qué trabajamos.
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¿Perded toda esperanza? En la próxima entrega José Luis Trueba Lara reflexiona sobre si tiene o no sentido el trabajo más allá del campo de concentración.  

miércoles, mayo 22, 2013

Más respeto, por favor


Deberíamos educar personas capaces de hacer cosas nuevas y no sólo de repetir lo que otras generaciones hicieron.- Jean Piaget

Es una verdad de Perogrullo decir que no hay nada nuevo bajo el Sol. El terreno educativo no es la excepción. A Sócrates, por ejemplo, le sorprendería el revuelo causado por el constructivismo en el siglo XX. Si creemos a Platón, casi 2500 años antes de Glasersfeld y compañía ya había alguien que procuraba que sus discípulos construyeran por sí mismos los andamiajes de su conocimiento.
Hay sin embargo una aportación valiosa y aparentemente auténtica en el siglo XX. Es la de un psicólogo que no basó su carrera en la impartición de clases y desarrolló la mayor parte de su trabajo hace medio siglo. Me refiero a Jean Piaget
Desde la soberbia posmoderna, puede pensarse que este pedagogo suizo ha sido superado, pero basta darse una vuelta por la mayor parte de las aulas mexicanas para darse cuenta de la sorprendente (y en muchos casos también triste) actualidad del legado piagetiano. Uno pensaría, por ejemplo, que por lo menos desde que Piaget advirtió contra el “adultomorfismo” de los niños, éstos ya habrían ganado el respeto intelectual de sus padres y profesores. ¿Respeto intelectual a los niños? ¡Pero qué van a saber los críos! 
Escribe Emilia Ferreiro, cuya tesis doctoral fue dirigida por Piaget:
El niño que Piaget nos invita a interrogar no es un receptáculo sino una fuente de conocimientos. Parece que dice cualquier cosa. Pero hagamos la hipótesis inversa. Desde el punto de vista heurístico, es mucho más rentable suponer que todo lo que dice el niño, todo lo que hace, cuando habla o cuando se calla, está motivado. Busquemos el sentido de sus palabras y de sus silencios. Y sobre todo olvidemos por un momento que nosotros “ya sabemos” las respuestas: finalmente las respuestas interesan menos que el camino para llegar a ellas. (Ferreiro, 2004, p. 23)   
En esta idea subyace una forma completamente revolucionaria de asumir la actividad educativa: los niños no son “adultos pequeños” en espera de que les enseñemos a comportarse, pensar y aprender “como debe ser”.
Para interrogar al niño al modo de Piaget hay que recuperar la curiosidad frente a lo desconocido: la frescura de decirle “no entiendo nada, explícamelo de nuevo”; el deseo de compartir las razones de un modo de razonar, de recorrer nuevamente los senderos de los primeros descubrimientos (senderos que ya no podemos recorrer por introspección) (Ferreiro, 2004, p. 23)
Y, ojo, se trata de un respeto intelectual, no afectivo. No se respeta al niño sólo porque es niño (pequeño, tierno, carne de mi carne, etcétera) se respeta además y sobre todo porque es inteligente y creador.
Al menos en un par de ocasiones le he escuchado al Dr. David Garza, rector del ITESM para la Zona Metropolitana de Monterrey (bastante versado en temas de innovación educativa, por cierto) que los profesores de ahora educamos alumnos del siglo XXI en salones del siglo XX e ideas del siglo XIX. Recuerden si no qué tanto respeto recibieron de sus profesores (intelectualmente hablando, insisto) y dense una vuelta por cualquier escuela para corroborar si la situación ha cambiado de manera significativa en los últimos 20 o 30 años. Para muestra un botón: hace unos días posteé en mi cuenta de Twitter otra idea señera de Piaget: “La coerción es el peor de los métodos pedagógicos”. No pasaron muchos minutos para que recibiera la respuesta de un colega: “Es el peor, pero el que ha dado mejores resultados”. No logro entender cómo se puede entrar a un salón de clases, de cualquier nivel educativo, pensando así. Pero soy consciente de que muchos profesores que se encuentran activos tienen la misma idea… La misma de hace 150 años que asume que el niño (o el adolescente, o el joven) se convierte en ser pensante gracias a los adultos que se lo enseñan. Y si esa asunción ha durado tanto tiempo es porque funciona, ¿no? Como si sólo las ideas buenas sobrevivieran al paso del tiempo.  
No es esta la aportación más importante de Piaget, pero es suficiente para abrir boca. Su vastísima obra incluye decenas de publicaciones, de las cuales sólo una pequeña parte está dedicada a la educación. Además de la biología y la filosofía en su formación inicial, cultivó la epistemología y la psicología. Fue además director de la Oficina Internacional de Educación de la UNESCO entre 1929 y 1968. Entre esta ingente cantidad de trabajo es probable que no recordemos a Piaget por el respeto intelectual que profería a los niños con los que trabajaba, sino por su celebérrima teoría de los cuatro estadios del desarrollo cognitivo que dio lugar al constructivismo, una corriente pedagógica llamada a cambiar la educación del siglo XX y cuyos efectos no terminan de ser asimilados en los primeros años del XXI. Éste pondera la importancia de la actividad del alumno: “Una verdad aprendida no es más que una verdad a medias. La verdad entera debe ser reconquistada, reconstruida o redescubierta por el propio alumno”. (Munari, 1999, p. 317). Esta corriente daría lugar a varios modelos muy populares en años recientes, como la Enseñanza Centrada en el Alumno.
Sin embargo, hace falta recorrer un largo trecho en la formación docente para que estas ideas se practiquen cotidianamente en los salones de clase. Al menos en mi experiencia personal resulta muy desconcertante ver cómo la mayoría de los profesores sigue asumiendo que el respeto es unidireccional: el alumno se lo debe al profesor en forma de obediencia y sumisión. Desde esa perspectiva no hay teoría de inteligencias múltiples que funcione (hace unos meses, mientras comentaba con un profesor un texto de Gardner sobre ese tema, me dijo que él consideraba que ésos eran “pretextos” para justificar el mal desempeño de los alumnos inquietos) ni enseñanza centrada en el alumno que fructifique. De muy poco sirve el constructivismo si los profesores en las aulas no están convencidos de que su trabajo no consiste en enseñar, sino en facilitar el aprendizaje de los alumnos. Y para ello se requiere, desde luego, considerar a los alumnos capaces de realizar ese trabajo. Pero en la pequeñez de muchas mentes adultas esa verdad, palmaria como la demostró Piaget, no tiene cabida. Y sin esos pasos previos, el edificio epistemológico y educativo propuesto por Piaget es indiscernible.   
Bibliografía
Ferreiro, E. (2004). Vigencia de Jean Piaget. México: Siglo XXI.
Munari, A. (1999). Jean Piaget. Perspectivas: revista trimestral de educación comparada, vol. XXIV, 1-2, págs. 315-332.
Rosas, R. y Sebastián, Ch. (2008). Piaget, Vigotski y Maturana. Constructivismo a tres voces. Buenos Aires: Aique.

martes, mayo 14, 2013

Es que somos muy profes


Es desde hace varias semanas (¿meses? ¿años?) un lugar común hablar de los maestros y sus desmanes. Me refiero, desde luego, a los profesores que sobre todo en Guerrero pero también en Michoacán y Oaxaca han salido a las calles a protestar contra la reforma educativa recientemente aprobada en el Congreso.
No es la intención de este texto ahondar sobre los vericuetos de la reforma o las razones de la CETEG, pues no soy experto en leyes ni conozco a fondo la problemática de los profesores guerrerenses.  Lo que me sorprende es la facilidad con la que caemos en el garlito de condenar a los profesores con expresiones como “¿Y esos son los que enseñan a nuestros hijos?”, “Mejor que se pongan a trabajar”, “Por eso estamos como estamos”, etcétera. Valdría la pena considerar, y sólo a modo de ejemplo, que un profesor normalista que empieza su carrera en una escuela primaria aspira a un sueldo de alrededor de 7 mil pesos mensuales. Después de cinco años de trabajo, si todo sale bien, puede aspirar a algo así como 10 mil pesos al mes. Sabemos que si se tiene el privilegio de estar bien parado en el sindicato las cosas pueden ser muy diferentes, pero aquí estamos hablando de profesores “normales”, por decirlo de algún modo, aquellos a los que no les mueve la grilla sino el interés de estar frente a grupo. Profesores de primaria, los que se encuentran más abajo en el escalafón de la carrera magisterial, pero también los que mayor responsabilidad tienen en el proceso educativo: son ellos quienes moldean las bases cognitivas e intelectuales de los alumnos: las bases que en buena medida definirán el desempeño de esos niños como adolescentes en la secundaria y preparatoria y como adultos jóvenes en la universidad. A ellos les pagamos 10 mil pesos al mes, más o menos. Hay algo perverso en un sistema en el que profesores de posgrado, que enseñan a alumnos ya formados y reunidos en grupos poco numerosos, pueden ganar en una semana lo que a otro le exige un mes de trabajo frente a decenas de alumnos en pleno proceso de formación. Ante este panorama, ¿quién en su sano juicio elegiría ser profesor en México?
Y sin embargo prestemos atención a las charlas de café, a las sobremesas dominicales y escuchemos lo que se dice en torno de los problemas del país y sus soluciones. No hay que dejar pasar mucho tiempo para que algún tertuliano llegue a la feliz conclusión de que la pobreza, la inseguridad, la corrupción, la falta de conciencia ecológica y un montón de cuestiones más estarían resueltas (¡pero claro!) si aquella entelequia llamada Sistema Educativo funcionara adecuadamente en nuestro país. Alguien suelta una cifra que leyó sobre que México es el último lugar en la prueba PISA que aplica la OCDE. Y cómo queremos avanzar si en México no leemos ni tres libros al año. Y así. Habría que ver cuántos de quienes pregonan esos datos obtendrían un puntaje satisfactorio en la prueba PISA, y cuántos leyeron más de tres libros el año pasado, pero mi punto es que si a varias de esas personas se les propusiera convertirse en maestros lo tomarían como algo completamente fuera de lugar o incluso como un insulto. Y por supuesto que, si contemplaran la posibilidad, lo harían en una universidad privada y de perdida en licenciatura, donde la crisis educativa es menos severa, y el salario más o menos digno. Dar clases en una primaria pública por 10 mil pesos al mes nunca es opción para alguien que estudió una licenciatura pensando en “ser alguien”. Y sin embargo alguien, algunos deben presentarse todos los días frente a millones de niños que estudian la primaria en escuelas públicas. ¿Quiénes son esos algunos? Muchos son profesores que exigen hoy en las calles que en cuanto empiecen a trabajar se les otorgue una plaza que les garantice de por vida el magro salario destinado para ellos. Eso no los hace automáticamente buenos profesores. Pero al menos a mí me obliga a pensar dos veces antes de despotricar contra ellos. ¿Qué respondería cualquiera de nosotros en un tête-à-tête con alguno de esos maestros si nos preguntara si estaríamos dispuestos a hacer su trabajo en sus condiciones y por su salario?
Dice George Steiner en su libro Lecciones de los maestros:
La auténtica enseñanza es una vocación. Es una llamada. La riqueza, las exacciones de significado que se relacionen con términos como “ministerio”, “clerecía” o “sacerdocio” se ajustan tanto moral como históricamente a la enseñanza secular. El hebreo rabbi quiere decir, simplemente, “maestro”. Pero nos hace pensar en una dignidad inmemorial. En los niveles más elementales –que en realidad nunca son “elementales"– de la enseñanza, por ejemplo, de niños pequeños, de sordomudos, de minusválidos psíquicos, o en el pináculo del privilegio –en los altos puestos de las artes, de la ciencia, del pensamiento–, la auténtica enseñanza es consecuencia de una citación. (Steiner 25)
Qué lejos estamos de esa idea de maestro cuando  asumimos que el profesor debe ser una eminencia en su materia, versado en técnicas didácticas y capacitado para lidiar con  estándares internacionales cuando les pagamos un salario que en otras partes del mundo resultaría insultante (otro dato: según datos de la OCDE en Dinamarca un profesor gana en promedio 95 mil dólares al año. En México los mejores profesores del sistema ganan una quinta parte de eso). Y no todo es cuestión de dinero: el prestigio social del profesor en México es nulo: dar clases aquí es un oficio de grillos y politicastros (si uno desea hacer “carrera” en el sindicato) o de profesionistas chambistas que mandan sus CVs a escuelas y universidades para completar la quincena o sobrevivir mientras encuentran algo mejor. Muy lejos de la vocación a la que se refiere Steiner y más aún de estas palabras también suyas: “Los buenos profesores, los que prenden fuego en las almas nacientes de sus alumnos, son tal vez más escasos que los artistas virtuosos o los sabios”. (Steiner 26) Hasta que como sociedad no estemos convencidos de ello, el sistema educativo no cambiará. Y nuestro desempeño como país en un entorno global tampoco.
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Steiner, G. (2004). Lecciones de los maestros. México: Fondo de Cultura Económica.