martes, junio 25, 2013

Mandela


Ayer, dos días después de que se informara el “estado crítico” de Nelson Mandela, empecé a leer el libro La buena y la mala educación, de Inger Enkvist. En él, la autora inicia desarrollando el concepto de crisis alrededor del cual se ha construido el discurso de los indignados (sobre todo en Europa, pero actualmente lo vemos en Brasil y Turquía). “Es verdad, dice Enkvist, que la plutocracia es responsable, y mucho, de la situación en la que nos encontramos. Pero no es verdad que no existan otras razones por las que la crisis se haya agravado.” Y apunta: “Lo que nos falta es un ideal que se eleve por encima del terreno baldío de la mera compra-venta, de las estrictas leyes del intercambio y del tanto vales”. Cuando leí estas últimas palabras me vino de inmediato a la mente la imagen de Mandela.
¿Saben qué es lo que más me desconcierta? Que muchos de nosotros no sabemos quién es. Y desde luego –supuesta esa ignorancia– aún menos entendemos por qué debería interesarnos saber quién es. Posiblemente hace unos días, sin el buzz mediático de su delicada salud (próximo a cumplir 95 años), pocos podríamos afirmar si estaba vivo o muerto.
No es este el espacio para repasar la vida y obra de este magnífico ser humano (hay libros y películas que cumplen bastante mejor esa función), pero sí me gustaría reflexionar en torno a la relevancia que tiene (o debería tener) una figura como la de Mandela en nuestros tiempos. Es importante conocerlo porque la suya es la historia de un hombre bueno que triunfó. En un país que hasta 1989 reservaba zonas de la playa para uso exclusivo de los blancos, Mandela se rebeló y en 1962 fue encarcelado acusado de sabotaje (en realidad, simplemente, luchaba contra el apartheid). Pasó 27 años en prisión, sufriendo todo tipo de vejaciones durante su encierro. Fue liberado en 1990 en medio de una turbulencia política que desmadejó al apartheid y amenazó con una guerra civil. En ese contexto Mandela se erigió como factor de unidad social y encauzó a Sudáfrica hacia el desarrollo económico. Su genio político fue reconocido mediante la concesión del Premio Nobel de la Paz en 1993 y la presidencia del país entre 1994 y 1999.
Y logró todo esto siendo bueno. Después de 27 años de injusta reclusión no se dejó dominar por el deseo de venganza (aún cuando pudo haber incendiado Sudáfrica con un par de decisiones que nadie habría podido reprocharle) y en vez de ello se dedicó a reconstruir un país que hoy despunta entre los llamados “en vías de desarrollo”. 
Triunfó porque prefirió ver el bien en las personas a las que el 99% de la gente habría de considerado imposibles de redimir. Si Naciones Unidas decretó que el apartheid era un crimen contra la humanidad, ¿qué mayores criminales que el ministro de Justicia del apartheid, el jefe militar supremo del apartheid, el jefe de Estado del apartheid? Sin embargo, Mandela apuntó directamente a la semilla oculta que albergaba a sus “ángeles buenos” y supo sacar la bondad que yace en el fondo de todas las personas. (…) Con su empeño en despertar e incitar lo que había de mejor en ellos y en todos los sudafricanos blancos, les ofreció un regalo de valor incalculable: hizo que pudieran sentirse mejores personas. (Carlin 316-17)      
Mandela morirá pronto y se levantará mucho polvo. Esta nota de El País da cuenta de su familia dividida, peleando incluso por las vajillas de la casa de Madiba (nombre de tribu de Mandela). El escándalo será mayúsculo. No nos dejemos distraer y recuperemos el valor de este hombre inigualable; recordemos que los buenos también existen… y ganan. Ganan contundentemente. Cuando el periodista inglés John Carlin le preguntó a Desmond Tutu cuál era el valor más perdurable de Mandela, el reverendo respondió: “Es fácil. Un amigo me dio la respuesta cuando me dijo: ‘Lo mejor de todo lo bueno que ha ocurrido es que puede volver a ocurrir’”.
Que así sea. 
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Para saber más: Muy recomendable entrada en el blog "África no es un país", del diario español El País. Se titula "Mandela, profundamente humano" y la firma José Naranjo. 
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Carlin, J. (2009). El factor humano. Nelson Mandela y el partido que salvó a una nación. México: Seix Barral.
Enkvist, I. (2011). La buena y la mala educación. Ejemplos internacionales. Madrid: Encuentro.  

martes, junio 18, 2013

Cuatro retos de la educación por venir

(Segunda de dos partes)
3. Darse cuenta de que el momento es ahora
En su libro Los próximos treinta años, Álvaro González-Alorda escribe:
Somos los que nacimos en las décadas de 1970 y 1980 tal vez la última generación que utilizó máquinas de escribir y que ahora desliza los dedos en el iPhone a quienes nos toca diseñar la colección de transformaciones sociales, culturales, económicas, políticas y empresariales que los cambios tecnológicos están acelerando. (…) Nuestra generación los que tenemos en torno a 30 años  es una generación “puente”; ni somos “nativos digitales” (Google no existía cuando empezamos a ir al colegio), ni el arrollador volumen de cambios que la historia de la humanidad nos ha preparado nos pilla de retirada. De hecho, nos toca liderarlos durante los treinta años de vida profesional que tenemos por delante, aproximadamente.   (González-Alorda, 12-13)
Ya en algunas ocasiones he comentado con amigos de mi edad el privilegio que nos ha tocado en turno al ser integrantes de una generación “bisagra” (que González-Alorda llama “puente”), es decir, de transición entre quienes en nuestra infancia buscamos información en la Enciclopedia Británica y quienes ahora acuden a Wikipedia. Nuestros líderes, que pertenecen a la generación de nuestros padres, aún batallan con el uso de las nuevas tecnologías y en algunos casos asumen que dar ese paso “no es necesario”.
En este contexto resulta fundamental aprovechar el tiempo y planear esa transición de manera estratégica: de que hagamos bien esta parte de la tarea resultará el éxito o fracaso de nuestro modelo educativo en las próximas décadas.  
4. Poner al profesor en el centro del cambio
http://es.paperblog.com/educacion-en-finlandia-1791488/
Resulta un lugar común decir que el profesor es pieza fundamental del sistema educativo en cualquier parte del mundo. Pero en el caso latinoamericano, y específicamente en el mexicano, la cuestión es más espinosa.
Hace unos días se publicó una nota en BBC Mundo explorando las razones por las que Finlandia encabeza la lista de países mejor educados en el planeta. Lo que más me llama la atención es la importancia que se le da a la calidad de los profesores. Y no me estoy refiriendo a la calidad de lo que el profesor sabe sobre la materia que imparte (no basta que sea especialista en su área) sino a la calidad con la que enseña aquello que sabe. Para muestra un botón: en Finlandia ningún profesor tiene acceso a grupo (de cualquier nivel educativo) sin antes haber cursado una maestría en educación que, dependiendo el grado de especialidad, puede durar entre dos y cinco años. Aún más: la carrera docente es tan demandada que sólo el mejor 10% de los graduados de alguna carrera profesional es elegible para estudiar esta maestría, totalmente financiada por el Estado.
Imaginen si en México a nuestros profesores les solicitáramos mostrar un título de maestría en educación para asignarles grupos: ¿con cuántos profesores nos quedaríamos? Y podemos ir más allá incluso: ¿qué porcentaje de los profesores que ya están dando clases aceptarían cursar una maestría (incluso siendo ésta gratuita) si ésta fuera en educación (y no en cualquier otra área de su interés)?
Desde luego, hay matices que debemos tener en cuenta al momento de compararnos con Finlandia (un país pequeño y culturalmente homogéneo) pero el punto es que en aquel país es prácticamente imposible pensar en un profesor mal preparado para dar clases, que asuma su profesión como una chamba mientras encuentra algo mejor y dé la vuelta cada vez que se le pregunte a qué se dedica (en Finlandia el prestigio social del profesor es equivalente al del médico). 
Y no se trata de un asunto exclusivamente económico (varios países invierten en educación más dinero que Finlandia, sin los mismos ni mejores resultados): es un asunto cultural que debemos atender durante los próximos años para empezar a educar a las generaciones que nos habrán de convertir en una nación cabalmente desarrollada.
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González-Alorda, A. (2010). Los próximos 30 años.  Barcelona: Alienta. 

martes, junio 11, 2013

Cuatro retos de la educación por venir


Imagen de Néstor Alonso en el blog de Domingo Méndez
(1ª de dos partes)
En semanas recientes he tenido el privilegio de participar en algunas reuniones en las que se ha empezado a discutir el modelo Tec 21, la estrategia que presenta el Tec de Monterrey a los retos de los próximos años. Deseo compartir con ustedes algunas reflexiones generadas a raíz de lo visto y escuchado en estos días. 
1. Hay que aceptar que el sistema está en crisis (o lo estará muy pronto)
Sobre todo a nivel medio superior y superior, nunca como ahora se había cuestionado tan fuertemente la pertinencia de formar parte del sistema educativo. Todavía entre la mayoría de quienes estudian (y sobre todo de quienes financian esos estudios: los padres de familia) persiste la idea de que vale la pena invertir tiempo y (si se puede) dinero para inscribir a los hijos en preparatorias y universidades privadas. En estas últimas una carrera profesional implica por lo menos cuatro años y medio de vida y algo así como un millón de pesos entre colegiaturas y materiales de trabajo a lo largo de ese lapso. Muchas veces esa convicción se traduce en una deuda de varias decenas de miles de pesos que el alumno se compromete apenas tenga su título de ingeniero o licenciado. Es mucho tiempo y mucho dinero, pero todo sea por adquirir los conocimientos y desarrollar las habilidades necesarias para sustentar una carrera profesional exitosa (“ser alguien en la vida”, como rezaba el slogan de una universidad hace años).
Pero en años recientes, con el boom de las tecnologías que permiten el intercambio de información a una velocidad antes impensable, el sistema educativo ha sido puesto en jaque. Ahí está el caso de los MOOCs: cursos masivos en línea, gratuitos, facilitados por las mejores universidades del mundo (Yale, Harvard, MIT…). La palabra clave es “gratis”. De momento, los MOOCs se ofrecen sin costo, convirtiéndose en una fuente de conocimiento confiable, profesional y prestigiada que sólo exige del alumno tiempo y conexión a internet. La siguiente jugada es que esas universidades confirmen la equivalencia de esos cursos con los que se imparten en sus aulas, cobrando una cuota significativamente más baja que la que implica tomar clases en modalidad presencial. La pregunta que se plantea entonces es: si el alumno puede tomar un curso gratis (o a un precio relativamente bajo), facilitado por un profesor de universidad Ivy League y recibe al final un certificado que avala ese conocimiento, ¿qué sentido tiene pagar decenas de miles de pesos al semestre para aprender lo mismo?
Desde hace varios años la enseñanza está basada en las competencias que el sistema escolarizado ofrece a sus alumnos: qué saben hacer y cómo lo hacen. Aunque no es una idea nueva, ahora queda claro que para desarrollar esas competencias no es indispensable enrolarse en una universidad… ni pagar la colegiatura.
Cierto: pasarán varios años para que la crisis se acentúe, para que los alumnos (y sobre todo sus padres) asuman como real la posibilidad de no estudiar en una universidad y encontrar vías alternas para adquirir conocimientos y desarrollar competencias que les permitan (en menos tiempo y a un precio menor) ser competitivos en el mercado laboral. Pero el hecho de que el punto más álgido de esta crisis no se prevea hasta dentro de unos años, no quiere decir que no ocurrirá: hace tres lustros era impensable la consulta en línea de información confiable en la red; hoy tenemos Wikipedia, a quien prácticamente nadie regatea el rol de enciclopedia de nuestros tiempos.
2. Conviene reconocer que la tecnología no es la respuesta (completa)
Me gustaría hacer una aclaración en este sentido: no soy tecnófobo. Todo lo contrario. Me gusta estar al tanto de las novedades tecnológicas y soy usuario competente de varias de ellas. Considero que la tecnología me permite (como a millones más) realizar mejor y más rápidamente algunas de mis actividades cotidianas. Sin embargo pienso que en el ámbito educativo hemos hecho una lectura al menos incompleta y a veces francamente equivocada del lugar que la tecnología está llamada a ocupar en el futuro. Proporcionamos o financiamos tablets a nuestros profesores, ofrecemos capacitación para usar redes sociales y apps, les conminamos a usar clickers [1]y a diseñar páginas web… Pero en medio de esta amplísima oferta de recursos no nos damos cuenta de que el foco no ha de estar exclusivamente en el uso de la tecnología sino sobre todo en su uso desde una perspectiva pedagógicamente innovadora. No se trata, como me decía un profesor recientemente, de migrar del pizarrón a los acetatos a las diapositivas en Power Point a las presentaciones en Prezi[2]: ¿dónde está la innovación ahí? ¿De qué sirve usar clickers si las preguntas que se hacen son las mismas de hace 10, 15 o 20 años?
Sólo daremos un salto cualitativo cuando aprendamos a utilizar técnicas didácticas auténticamente retadoras que, complementadas con tecnología de punta, pueden resultar un combo muy eficaz para enseñar a las nuevas generaciones. Ni duda cabe de que técnicas como el Aprendizaje Basado en Problemas o el Aprendizaje Colaborativo, que no son nuevas, podrían relanzarse con mucha potencia utilizando la tecnología de última generación. En este contexto, dotar al profe de una laptop o una tablet es sólo el primer paso para ello. Si nos quedamos ahí el salto no será completo y nos quedaremos a medias en el intento de conectar con una generación que hoy exige mucho más que un profesor que comparta sus documentos por Facebook.       


[1] Un clicker es un sistema de respuesta remota. A fines de los ’90 se usaba en aulas con controles que se asignaban a los alumnos; ahora se responde a través de dispositivos móviles como teléfonos celulares o tablets.
[2] Prezi es una aplicación multimedia para la creación de presentaciones. Es similar a PowerPoint pero de manera más dinámica. La versión gratuita funciona sólo conectado a internet y con un límite de almacenamiento.

martes, junio 04, 2013

Auschwitz en Santa Fe

Fotograma de Tiempos modernos (Chaplin, 1936)

(Segunda de dos partes)
Hace unos días, a raíz de la lectura de Miedo absoluto, inicié un intercambio epistolar (eso es, en los tiempos que corren, vía correo electrónico) con el autor de ese libro, José Luis Trueba Lara, quien muy amablemente respondió a las preguntas que hice sobre su obra. Conforme avanzábamos en esos intercambiamos me di cuenta, no sin alegría, de que la posición de Trueba Lara no está exenta de esperanza. No es esto lo que se deduce del final de su libro, en el que el suicidio se perfila como la única solución real de los empleados/prisioneros para escapar de los campos de exterminio/empresas. Desasosiego es una palabra demasiado suave para definir la sensación que deja el libro al terminarlo; más preciso sería decir ruptura o resquebrajamiento. Pero no todo está perdido... o al menos eso parece. Transcribo a continuación dicho intercambio. 
Teniendo en cuenta que por lo que sé eres o fuiste profesor universitario, después de leer el libro y sobre todo el primer capítulo que se refiere a la formación en aulas de los alumnos/clientes, ¿qué sentido tiene el trabajo de un profesor en el contexto que planteas?
Soy profesor universitario y espero seguir siéndolo hasta que el cuerpo aguante; las razones para serlo son simples, sencillas: me gusta encontrarme con mis alumnos, me encanta conversar con ellos (creo que mis clases sólo son eso: conversaciones sobre temas específicos), me fascina la libertad que respiro y tengo en el campus. Soy un profesor universitario feliz y orgulloso, tal vez por eso me molestan y me endiablan algunas cosas que pasan. Que hoy tenemos problemas en todo el sistema universitario, es un hecho; pero también creo que esas dificultades no son eternas: el saber puede sobrevivirlos y, aunque a veces enfrente días nublados, como ya los ha enfrentado en otros lugares y tiempos, al final brillará sin problemas.
Considero que la educación es la “bala de plata” que nos permite a algunos mantener una esperanza (pálida y endeble, pero esperanza al fin) respecto al futuro. Pienso que a través de ella (de la educación) los profesores realizamos todos los días actos de resistencia  social, intelectual, política y económica cuando procuramos en nuestros alumnos el desarrollo de un pensamiento crítico, la consciencia de su entorno y el avivamiento (contra el adormecimiento) de su sentido ético. Creo en ello cada vez que planeo una clase y la imparto. ¿Estás de acuerdo con esa perspectiva? ¿No? ¿Por qué?
Aquí la respuesta es un poco más compleja: ¿la educación de cuál alumno? Creo que los profesores tenemos distintos tipos de alumnos: algunos sólo nos acompañan para prepararse para el trabajo, eso está muy bien, pero no esperemos de ellos investigadores ni filósofos, sino gente productiva y capaz; otros, en cambio, están ahí para aprender, para desafiar al conocimiento y, unos más, lamentablemente, no tienen la más remota idea de qué hacen ahí (pienso, por ejemplo, en los expertos en cafetería y antros). Cada uno de estos alumnos tiene una “bala de plata” distinta: los primeros quieren aprender a hacer cosas, a hacer suya la mentalidad empresarial y, en este sentido, creo que la universidad —tal y como es— les ofrece buenas armas; los segundos quieren adentrarse en el saber y a ellos —inexorablemente— siempre les quedamos cortos la mayoría de los profesores y la universidad casi siempre estará en deuda con su inteligencia; los últimos, bueno, qué le vamos a hacer... ellos nos quedan debiendo a todos: a la universidad, a sus profes, a sus padres, a la sociedad que en muchos casos invirtió en su formación. Creo que la educación sí es una “bala de plata”, pero inexorablemente tiene distintos calibres y a cada uno le corresponde el que quiere tener.
En esta misma línea, ¿qué opinión te merecen los esfuerzos hechos por diversas instituciones –públicas y privadas– para subirse al barco de la innovación educativa?
Te confieso que la idea de modernizar la enseñanza me asusta un poco y no me convence del todo: creo que las famosísimas TICs no tienen la capacidad de sustituir a la conversación, a las preguntas y las respuestas, al encuentro con lo humano. Yo sigo siendo un profesor del pasado, y eso no me causa mucho pesar, pues lo importante no es que los alumnos tengan una clase del siglo XXI, sino que se atrevan a pensar. Por supuesto que estas palabras no significan que la tecnología debe ser abolida de las aulas, creo en las diferencias: y si yo converso en mis clases, también puede haber un profe hipertecnologizado que logre los mismos resultados.
Creo que el asunto no es muy grave —o por lo menos es menos grave de lo que parece—. Me explico con un ejemplo: en muchas universidades de alta tecnología, los muchachos que estudian medicina aprenden a operar con maniquís robotizados, esto parece muy padre, da una impresionante señal de desarrollo tecnológico y, sobre todo, es muy apantallante; sin embargo, aquí valdría la pena hacerse una pregunta: ¿el rector de esa universidad se dejaría operar del apéndice por un médico que sólo ha trabajado con estos maniquís? Creo que la respuesta es obvia: este tipo de enseñanza pronto se morderá la cola y volverá el sentido común. Los bárbaros —por tecnologizados que estén— siempre terminan aceptando la cultura, la enseñanza de a deveras, pues de otra manera perecerían por malas operaciones del apéndice. No nos preocupemos por las tablets, los power points, la multimedia, los foros de debate y las maravillas llenas de transistores... son flores de un día; al final, la tradición volverá a imponerse por un par de razones: sólo ella puede transmitir la herencia de a deveras y sólo ella —aunque suene extraño— es revolucionaria: hoy, el buen Aristóteles es mucho más atrevido que los novísimos profetas, y lo mismo podría decirse de todos aquellos grandes que no tuvieron la desgracia de tener una tableta.
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Miedo absoluto, de José Luis Trueba Lara, está editado en México por Taurus. El precio de lista es de 269 pesos.