domingo, enero 11, 2015

Tres propósitos para el nuevo semestre


Durante las vacaciones invernales leí este texto de Alexis Wiggins en el Washington Post. La autora llevó a la práctica una idea que los profesores tenemos a menudo (o al menos yo): vivir un día de clases tal como lo viven nuestros alumnos. Al menos en mi caso, es recurrente el argumento: "Su clase no es la única que tenemos" cuando les asigno una tarea más o menos retadora. La mayoría de las veces lo asumo como un pretexto sin sentido y pienso: "Ustedes tampoco son el único grupo al que doy clases". Craso error. Lo cierto es que los profesores tendemos a encerrarnos en lo que consideramos una perspectiva correcta de nuestro trabajo (somos muy proclives a la autocomplacencia: defecto que, claro, también les endilgamos a nuestros pupilos) y muy rápida y preocupantemente dejamos de ser empáticos con las personas para las que trabajamos. 

Wiggins siguió a un alumno de secundaria y a otro de preparatoria durante un día completo en su escuela y encontró tres lecciones muy valiosas:

1. Los alumnos pasan sentados la mayor parte del tiempo. Puede parecer una nimiedad, pero en una jornada de ocho horas de clase, los chicos pasan sentados siete de ellas (o más). Sobra decir que en la mayoría de los casos son obligados a ello. 

2. Los alumnos escuchan pasivamente el 90% del tiempo de clase. Hay muchas iniciativas de innovación en las escuelas que conozco; pero la mayoría de ellas se encuentran en etapas iniciales o están mal enfocadas, lo que significa que los profesores seguimos impartiendo clases al viejo estilo: dictando cátedra y predicando nuestras verdades a un público sobreestimulado al que nosotros, paradójicamente, cortamos esos estímulos cada vez que entran a nuestra aula. 

3. Los alumnos pasan buena parte del tiempo sintiendo que son una molestia. "Guarde silencio, apague su celular, ponga atención, deje de molestar a su compañero/a, tome nota, le he dicho que guarde silencio, no, no le enviaré la presentación por correo, siéntese..." No importa con cuán buenas intenciones digamos lo anterior: repetido durante ocho horas resulta extenuante y, sobre todo, genera la sensación de que los alumnos son básicamente un estorbo en el salón. 

Más allá de buscar la cuadratura del círculo con metodologías de vanguardia, deberíamos también atender estos asuntos tan elementales en nuestras clases. Porque los tres puntos anteriores se refieren al tiempo que los alumnos pasan en la escuela. Fuera de ella se enfrentan al reto de organizar su tiempo de tal suerte que les alcance para cumplir las tareas que sus seis o siete profesores les asignamos. Muchos de nosotros, claro, sin pensar en los otros cinco o seis colegas que también se pusieron "creativos" y "retadores" al momento de mandarlos al cine, a un museo, a producir un cortometraje, preparar una presentación, leer un libro, montar una maqueta y estudiar para algún examen... todo para la próxima semana. Y calladitos y de buen modo, por favor. Y si no tienen tiempo para los amigos, la novia y el gimnasio, lo siento mucho: porque la escuela es primero y es su única responsabilidad... Lo cierto es que es un discurso hipócrita, porque ninguno de nosotros permite que el trabajo lo absorba de tal forma que no quede tiempo para la familia, los amigos, o algún hobby. Si en nosotros no lo toleramos (o al menos no deberíamos hacerlo), ¿por qué a ellos los obligamos a vivir así? 

A unas horas de iniciar un nuevo semestre, mi propósito es cambiar el estado de cosas de los tres puntos señalados por Wiggins: deseo mover a mis alumnos (física e intelectualmente), diseñar mis clases para permitirme escucharlos más y hacerles saber que mi trabajo con ellos, por muy demandante que pueda resultar a veces, es sobre todo un gusto y una decisión consciente y cotidiana. Al tiempo. 

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